febrero 27, 2014

Crispetas

Cuando no tenía muchos años, pasaba mucho tiempo en una calle de la ciudad. La calle 72, entre la carrera séptima y la avenida Caracas.

Mamá trabaja en uno de esos edificios y, ya que trabajaba en el área de informática, sus horarios se parecían mucho a mis horarios de trabajo de los últimos años. No había niñera ni tía que me cuidase algunas veces, así que mamá me llevaba para no dejarme solo en casa. Otros informáticos me buscaban juegos y computadores libres para sentarme a jugar.
Cuando ya sabía leer y escribir, bien podía terminar revisando listados que después supe, eran saldos bancarios e intereses causados de grandes empresas públicas y privadas. Desde pequeño aprendí a guardar secretos.

Cuando tenía más años, a veces elegía ir con mamá para usar alguno de los computadores libres, más rápidos que el de casa. Para algún trabajo que tenía que hacer, tal vez. También lo hice varias veces sólo para salir de casa. Podía ir y quedarme un rato en el centro comercial Granahorrar, mirar los cientos de billetes de todos los países en las casas de cambio y comer algo en el Burger Station del segundo piso. Si era un sábado, podíamos pasar con má a ver cosas en el Jeans and Jackets del primer piso y eventualmente saldría con algún saco nuevo. En ese entonces, lo veo desde el futuro lejano, el proveedor oficial era Diesel, no Shetland.

Cuando cumplía años, papá me llevaba al Iserra que quedaba junto a la iglesia para que eligiese lo que quería de cumpleaños. De ahí salió un bello Ferrari 348 TS a escala que años después me robarían una noche que se entraron al apartamento. Todavía conservo muchos micro machines, por si alguien está interesado en comprarlos. Me gustaría que alguien más los disfrute.

Cuando volvíamos a casa, pasábamos frente al cine de la 72 con 15, ese que ahora es hogar de muchas canchas de fútbol cinco. Junto a la entrada había un local que vendía crispetas dulces de colores y raspao con leche condensada. Ahora que lo recuerdo, frente a la Pedagógica había varios carritos que vendían papas fritas y churros. Eran ricos.

En la esquina nororiental de la 72 con carrera novena había una casa blanca en la que quedaba un costoso restaurante llamado La academia de golf. También había un Dunkin donuts. Cuando pusieron uno de los primeros McDonalds reemplazando al restaurante, se aseguraron de mantener las donuts y el café. Eso aseguraba que mamá llegara a casa con caja de doce donuts ocasionalmente.

En la esquina opuesta, la suroccidental, no recuerdo qué había inicialmente. Sé que llegó el Foto Japón y allí se quedó. Los almacenes que quedaban unas casas al occidente en la misma acera de la calle 72, terminaron cerrando o diversificando. En casa conservamos muchos sobres de esos lugares en los que mandábamos revelar las fotos de los viajes.

Recuerdo estar allí cuando estalló alguna bomba en la 72 con séptima. El polvo cayendo del cielorraso. No saber en cuál de los muchos edificios pudo haber estallado. Eran esas épocas.

La librería Panamericana siempre estuvo. Antes era más pequeño el edificio, claro. Pero en los recuerdos siempre ha estado ahí. Igual que la cigarrería de la 72 con 10, junto al centro comercial. Ahí donde se consigue buen sandwich de jamón y de cordero. Muchas cervezas.
La zapatería con su pequeña puerta de entrada sobre la carrera décima, entre 72 y 73. Allá iban todos los oficinistas a arreglar, con mayor o menor urgencia, tacones y tapas de sus zapatos oficiniles.

Donde queda ahora Fridays era un estacionamiento. La sede de la universidad Santo Tomás era una gran casona de dos pisos y no el gigantesco edificio que se encuentra ahora en la calle 73 con carrera novena. Sobre la calle 71 no había tantos restaurantes como ahora. Memos era un carro de hamburguesas. Sopas de mamá y postres de la abuela llegó muchísimo más adelante.

De los sitios que considero propios en esta ciudad, esa calle es quizás de las más importantes. Muchos recuerdos en unas pocas calles, resisten la paranoia colectiva del presente.

febrero 14, 2014

Deriva

Le declaré el amor a una isla.

Es una isla desconocida, no está en mapa alguno. Nadie ha oído hablar de ella y por eso mismo permanece desconocida.

Para llegar a ella, sólo necesito levar anclas, soltar amarras, salir del puerto y dejarme llevar. Siempre y cada vez, la deriva me lleva a la isla desconocida.

Porque tal vez eso sea el amor. Confiar en que siempre se llega, sin importar los caminos y las rutas que todos siguen.

La fidelidad sería entonces, creer que siempre voy a encontrarla cuando viaje, a la deriva, buscándola. No es creer que es mejor si aparece en un mapa, con mi nombre y mi bandera.

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