Aquel árbol de gruesas raíces y frondoso follaje, de repente se elevó del suelo, alzando vuelo y llevando consigo a los sorprendidos pajarillos y ardillas, pasajeros inconsultos de aquella extraña travesía.
Caían grano a grano los restos de tierra, negra y aún húmeda, sobre las cabezas de transeúntes -ocasionales o periódicos-, sobre tejados y avenidas, sobre ropa limpia tendida en los jardines y solares. Nadie informó de algún fruto o nuez que cayese de una altura inusual, por lo que no llegó a saberse si el árbol en cuestión era un manzano o un nogal.
Aunque varios intentaron seguirle la pista, era claro que el árbol estaba determinado a alejarse de aquel entorno que le aburría y que parecía perseguirle. La fuerza que usó para despegar sus raíces del suelo ahora le apuraba a alejarse y encontrar un nuevo hogar.
Porque nunca han probado que los árboles no sepan volar. Algunos incluso comentan en voz baja que son ellos quienes les dicen a los pájaros cómo hacerlo, siempre y cuando vuelvan a visitarles una que otra vez. Es por ello que cada año los árboles cambian de atuendo: para recibirles con vestido nuevo.
julio 10, 2011
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