Y es entonces cuando todos estos seres que se la pasaban leyendo, viendo y oyendo historias sobre el romanticismo de comienzo del siglo veinte, se vieron ellos mismos inmersos en un parche de gente que se niega a usar la mugre que otros denominan progreso.
Porque ya no se trata de gastar menos tiempo, menos personas o menos recursos. Es la falsa economía del pensar menos. Misma promesa del tener más tiempo para ser feliz.
La felicidad que da tener menos agua y menos recursos disponibles. Porque tenemos un complejísimo entramado de cosas -que se consumen el mundo- hechas para poder decirle a alguien en su dispositivo móvil, cuál es el resultado de una suma. O una receta de pasta carbonara con la cantidad de ingredientes necesaria. Es como un mal cuento de Bradbury, donde la súpercomputadora de turno es una mofa a sí misma. Es la versión irónica de todos los cuentos sobre el modernísimo futuro, en los que no hay un éxito abrumador y el absurdo está presente como contexto del cuento, no como giro dramático. Las máquinas le roban, sin saberlo, el sentido del absurdo al humano protagonista.
Están todos esperando a Godot y ese man nunca llega porque no existe más allá de sus sueños. Aunque uno no sabe cuál es la peor opción: el tecnooptimismo desbordado de hagamos algo que nos dibuje un patronus con drones o los tecnochorros que venden humo sabiendo que es humo y usando mercadeo básico para inflarlo todo.
Si tan sólo se robaran también el destino trágico -del héroe- sin arrastrarnos con ellas. Un gran despeñadero del destino en el que nos lográramos desprender de toda esa mugre sin morirnos en el proceso.
No demora en salir alguien a lo Fritz Lang, haciendo algo que represente el profundo malestar global alrededor de esta puta burbuja. Y, si queda alguien, lo entenderá en 80 años y lo celebrará. Y seremos esos bobitos de turno, ingenuos pero bonitos.
Veremos.