Cuando estábamos en clase con Andrés, él nos recordaba todo el tiempo lo importante que era caminar las montañas, recorrer los caminos, acampar en los bosques y en los páramos, buscar las cumbres y escuchar los sonidos de la naturaleza. La sensasión era que la única forma válida pasaba por la vida del nómada cómo versión última de todas las cosas. Una suerte de budismo con botas, desligado de todo y de todos.
Con el tiempo y la vida (con mucha suerte, también), he podido descubrir que esa no debe ser la única versión, la única forma permitida de caminar por el mundo. Uno también puede recorrer las calles, los barrios, las tiendas, los restaurantes. Las plazas, los parques, las rondas de los ríos, los malecones. Los buses, los metros, los taxis, los trenes. La esquina anónima. La esquina que queda diagonal a la esquina famosa. La calle anónima que desemboca en el lugar famoso.
Y en todos esos lugares, las personas. No la masa, de la que seguimos huyendo el noventa y nueve por ciento de las veces; las personas, cada persona con la que nos cruzamos en medio de su propia vida, de su propio viaje. Cada historia, miles de historias. Y en ellas, nosotros reflejados.
Es la infinita música de las cosas, pero reconociéndonos también como parte del mundo. Tiene el mismo mérito escuchar con atención el trajinar de la calle desconocida que el canto de los pájaros en el medio del bosque. En ambos somos ajenos al lugar y a sus habitantes, en ambos existimos (idealmente) desde un lugar humilde y silencioso donde nada nos pertenece y por ello mismo, no hay apego alguno. Es el taller que parlotea y canta de Baudelaire.
Mis piés, Andrés, también regresan siempre olorosos a caminos. Otros caminos, los que yo mismo encuentro al andar.