Recientemente, al menos por acá en el tercer mundo, el quejarse ha cambiado. En forma y en resultados. Se parece más al servicio del mundo menos subdesarrollado, en el que no somos de entrada un sospechoso más de querer robarle a la empresa.
Quejarse se ha vuelto un camino serio y seguro para obtener una respuesta. Alguna respuesta.
M. se quejó porque llegó una pieza metálica junto a su hamburguesa. La llamaron, se comunicaron regularmente por dos semanas sobre cómo varias reuniones seguían el progreso de su queja en el sistema de quejas, hasta que llegaron a emitir un informe y una respuesta oficial (que le enviaron por email), mostrando cómo en la cocina alguien no había seguido el protocolo y alguno de sus piercings había terminado entre la comida. Desagradablemente honesto.
Yo me quejé porque una aplicación no funcionó correctamente en mi teléfono inteligente. Llegó una respuesta pidiendo más detalles para poder resolver el problema. Me quejé porque alguien no atendió bien a un familiar en silla de ruedas y me reembolsaron el dinero además de asegurar que se haría todo mejor a la próxima.
Años después, hay una queja larga, grande y profunda contra una empresa de las que pone a la gente a cargar una maleta naranja, en la que mis datos personales andan por ahí usándose sin control y hay todo un proceso legal, descargos, actas y cosas registradas. Tal vez sirva para algo, tras años de demostrar enojo.
Quejarse como entender que el otro lo intenta, mal o bien, y uno sólo quiere que funcione mejor. Para todos.
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