Ahora mismo ya perdí la cuenta de los meses que llevo yendo al gimnasio. Han sido ya numerosas semanas en las que voy dos o tres veces a hacer diversas rutinas de ejercicios y puedo decir que ya echo de menos el ir cuando el cuerpo no me da.
La primera pregunta suele ser el motivo para comenzar a ir. La respuesta pasa por las cosas que ya hacía cada semana para mover un poco el cuerpo. Eso es, jugar fúþbol una o dos veces por semana, normalmente fútbol 5 (en equipos de cinco, seis o siete). Como ya lo hemos discutido anteriormente, aquellos contra los que juego suelen llevar ventaja en peso y estatura, por lo que cada golpe que me daban terminaba en una o dos semanas adolorido o cojo. Después de un rato de ver esta rutina, M. se ocupó de mis moretones y me animó a pensar en lo difícil que sería seguir jugando en el futuro si seguía así.
Porque ya no soy tan joven como antes, ya no es tan fácil sobreponerme a los golpes y las magulladuras.
El pensar en no poder jugar o en quedarme sin poder volverlo a hacer en unos pocos años me motivó a moverme más. A hacer algo al respecto. A fortalecer lo que pudiera para aguantar el embate del tiempo y de los hijueputas que me pegan.
Lo siguiente que preguntan es el motivo para seguir yendo. Esa es fácil: Voy con M. Ir solo me daría una pereza infinita y me daría espacio para echar globos y sentirme observado. Ir acompañado me distrae y hago mientras paso tiempo con alguien. Charlo las series. De paso, el entrenador de M. hace todo más fácil (¿o más difícil? no lo sé). Enseña, explica y acompaña las rutinas, así que siento que realmente estoy aprendiendo a hacer algo nuevo.
Aparte de eso, debo decir que me siento mejor y veo que estoy mejor. Efectivamente soy más fuerte y me va mucho mejor al jugar. Salvo algún pisotón en una uña, nada más ha pasado y esa es una gran señal, un gran cambio. Como efectos secundarios: estoy un poco más rápido, me recupero mejor durante y después de cada partido, le pego más duro al balón, ando más rápido en la bicicleta y me veo mejor.
Sí, parce. Creo firmemente que me veo mejor y es algo que no esperaba. Suena tonto pero es real; no pensé en el cambio de imagen que traería el ir a levantar cuatrocientos cincuenta libras con las patas.
*
Verme en el espejo y creer que me veo mejor me ha traído nuevas inquietudes a la cabeza. Pienso en los ejercicios de empoderamiento que vienen con el dejarse ver en una foto. Pero también pienso en lo mucho o poco que se necesita ese refuerzo externo y lo que dice del interno. Si para mí está bien, qué más da que me vean o no, podría decir. Y bueno, también está el que no dejo de pensar en que habría halagos y juicios (reproches, desaprobaciones) en igual medida si me dejo ver en una foto con menos ropa de lo acostumbrado. Igual, quisiera sentir que tengo ese poder de elegir dejarme ver y celebrar el sentirme mejor con mi imagen.
Parece que ya aprendí a sentirme cómodo entre los infinitos espejos de los gimnasios. El ver a los mismos en las mismas (en medio de las oleadas de gente que viene y va a medida que la culpa los empuja y la pereza los detiene) me tranquiliza porque ya sé que cada quien anda en su cuento. Una repetición a la vez, un minuto más a la vez.
En el fondo, creo firmemente que el autocuidado tiene mucho que ver con el arraigo. Tanto tiempo sintiéndome ajeno y en tránsito también me quitó la preocupación por el bienestar. Eso y los beneficios de un cuerpo amable que funciona bien. El mínimo bastaba para hacer todo, siempre.
Establecerme en un lugar, aceptarme en él y vivirlo junto a alguien me hace querer estar mejor por más tiempo. Prolongar la existencia tanto como sea posible con tal de seguirlo compartiendo. Nada de esto pasaría si no quisiera seguir caminando la vida junto a M. y, de paso, descubrir que se puede estar aún mejor.
mayo 15, 2019
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